
Mark Hunyadi
Para luchar eficazmente contra un enemigo, lo mejor es conocer cuáles son sus objetivos de guerra. De los tecno-titanes[1] de hoy, sólo conocemos que su arma privilegiada es lo digital potenciado por la inteligencia artificial. De otra parte, sus objetivos de guerra son menos claros: ¿De qué se trata para ellos solo de acumulación desenfrenada, de una nueva forma de atesorar riqueza capitalista? ¿O acaso, de controlar todas las prácticas y los comportamientos humanos? ¿Es para poseer el monopolio de los datos y someter a los propios Estados? ¿Para socavar el sistema democrático? ¿O subyugar a la humanidad mediante tecnologías de las cuales ellos tienen todos los parámetros, o progresivamente lograr una hibridación de los humanos con sus máquinas? Sin duda hay un poco de todo esto en esta maraña difícil de desenredar. Tal vez incluso solo de forma relativamente contingente, surjan paulatinamente los objetivos previstos al albur de que cada una de las innovaciones tecnológicas abra posibilidades hasta ahora subestimadas o insospechadas. El resultado es un grado de incertidumbre en cuanto a los verdaderos objetivos de la guerra, cuyo único denominador común parece ser la hubris[2] omnímoda que los impulsa, y que es alimentada por el vientre acolchado de los Big Data.
Pero sean cuales sean los objetivos perseguidos, una cosa es segura: su consecución tendrá que pasar necesariamente por un mismo campo de batalla, el del psiquismo humano. Este es el gran hecho que debe guiar todos los análisis críticos de la tecnología digital. El objetivo es conquistar la mente, no tanto para someterla o reprimirla, sino para garantizar su dócil colaboración. Imperio más que dictadura, el poder de los tecno-titanes no aspira a la esclavización forzosa sino a la colonización consentida. La conquista de la mente humana es para ellos la madre de todas las batallas, de la que dependerá la consecución de todos sus objetivos ulteriores.
Lo digital, una forma de relación con el mundo
Por tanto, nos equivocamos radicalmente en nuestra estrategia hacia el imperio digital si nos contentamos, como hizo por ejemplo la Unión Europea, con librar la batalla en el terreno de los derechos individuales, tales como la protección de los datos personales, el respeto de la privacidad, la no discriminación y la igualdad de género, o la protección de los consumidores. No es que los tecno-titanes no amenacen estos derechos, por supuesto: lo hacen constante e implacablemente, y proteger estos derechos sigue siendo una importante batalla que se debe librar –lo cual es exactamente lo que Europa está intentando hacer, con su inflación de textos jurídicos sobre tecnología digital y la inteligencia artificial. Pero al hacerlo, está librando la batalla en el campo equivocado. Mientras la Unión Europea intenta valientemente proporcionar protección jurídica para libertades y derechos democráticos de los usuarios, lo digital maximizado por inteligencia artificial (ahora: «digital+») prosigue sin descanso su incursión en todos los ámbitos de la vida individual y social. En esta ofensiva global, el módulo «derechos y libertades individuales» no es, para los tecno-titanes, más que un detalle perturbador al que su imperio digital se acomodará muy bien: ya sea que sepan cómo sortear sus exigencias, o que paguen por sus infracciones, o que lo integren en su funcionamiento. Para lo digital+, el reto está en otra parte: se trata de imponer a todos los seres humanos, en todos los ámbitos de su existencia, una relación con el mundo que esté mediada por sus dispositivos técnicos, se trata de que lo digital, sea para todos y cada uno de nosotros, un mediador obligado ante el mundo. Eso es lo que realmente importa.
En efecto, sólo cuando esta mediación se haya impuesto definitivamente, la mente humana será colonizada, satelizada y sometida bajo tutela. Ya estamos viendo los comienzos de esto, día tras día: desde todos los flancos se nos incita a confiar en las máquinas para un número cada vez mayor de nuestras acciones cotidianas, nos hemos instalado sin resistencia en una dependencia unilateral de la tecnología, lo cual se nos ha impuesto en voz baja. Hoy en día nada es posible sin crear un perfil, sin obtener códigos y crear contraseñas: todas ellas acciones de identificación obligatorias que por sí mismas presuponen la adquisición de los dispositivos, la aprobación de unas condiciones generales, la aceptación de una licencia de uso y la suscripción a un operador. Sólo una vez cumplidos estos requisitos podrá llevarse a cabo la acción prevista, y también esta deberá realizarse de acuerdo con procesos desarrollados por otros –llenar casillas preformateadas, dar información, hacer clic en el lugar designado, etc. De ahí que, el paso obligado por la tecnología digital tenga dos caras: la primera (totalmente inédita en la historia de la tecnología) es la identificación previa del usuario, y la segunda es la sumisión incondicional al procedimiento impuesto por la aplicación. Desde ahora, para realizar una acción y alcanzar su objetivo, el ser humano debe primero obedecer a las máquinas: ¡un hecho antropológico de primer orden! Las relaciones con la tecnología sustituyen poco a poco a las relaciones naturales con el mundo. ¿Cómo podría esta obediencia impuesta no tener efectos en la vida anímica?
Pues la vida psíquica es lo que nos conecta con el mundo. Es todo aquello que nos permite conectar con la realidad en la que evolucionamos, ya sea pasada, presente o futura, ya sea física, social, simbólica o psico-chic. En la filosofía de la vida psíquica, existe un debate secular que ha tenido lugar varias veces sobre el constituyente último o el rasgo distintivo de los estados mentales, por oposición a los estados físicos: ¿Conciencia de sí? ¿Representaciones? ¿Intencionalidad? ¿Experiencia vivida? Sean cualesquiera las complejidades que entraña la investigación de este constituyente último, estas reflexiones laberínticas no deben ocultar el hecho de que la función que cada uno de estos nobles candidatos debe asumir, a la vez es la más inmediata y la más misteriosa de todas: posibilitar nuestra conexión con el mundo. Esta conexión, sea cual sea su naturaleza, es lo que define al espíritu. No es ni un lugar especial (un «teatro interior»), ni una sustancia particular (inmaterial, pensante), ni un conjunto de disposiciones o funciones, es ante todo relación con el mundo. Ese vaso que está sobre la mesa no tiene espíritu porque no tiene conexión con el mundo, eso es todo. Por consiguiente, si nuestra conexión con el mundo está constituida por la conciencia, la intencionalidad, las representaciones o los qualia[3] es harina de otro costal. La psiquis es el órgano de nuestra relación con el mundo, y esa es su realidad primaria –incluso si no es un órgano en ningún sentido biológicamente identificable.
Ahora que la tecnología digital se ha convertido en un mediador obligado, está en condiciones de imponer al espíritu su forma privilegiada de relación con el mundo. Más que nunca, la razón individual, lejos de representar la espléndida soberanía del cogito cartesiano, hoy parece ser un órgano de adaptación a la racionalidad social: si creo que tengo que sonreír al cajero para tener dinero, no he comprendido la racionalidad del sistema que me permite realizar mi voluntad. La racionalidad individual no puede ejercerse sin este maridaje con la racionalidad objetiva, tal como se encarna en la tecnología y, más ampliamente, en el contexto en el que se desarrolla la acción. Por supuesto, nunca ha sido diferente: el individuo siempre ha tenido que ponerse a la altura de la racionalidad social. Pero la tecnología digital ha dado a este fenómeno un alcance sin precedentes, obligándolo a ajustarse permanentemente al orden establecido, a alinearse en todos los ámbitos de la existencia con el estado de cosas existente. En este contexto, la parte restante de la razón individual, la parte que no está alineada, se encoge como un cuero viejo.
La colonización libidinal
Es cierto que esta obligación general de conformarse no opera bajo forma de coacción. Como compensación a esta obediencia impuesta por defecto, cada usuario digital (individuos, organizaciones, instituciones, Estados) es compensado permanentemente por numerosos beneficios. Todos obtienen confort: unos con las satisfacciones inmediatas que el sistema pone a su alcance, otros por la reducción de costos que permite su cadena de producción, y otros por la racionalización y eficacia que obtienen en su ámbito de práctica. A nadie se le escapan los beneficios de la tecnología digital+, cuya utilidad inmediata parece indiscutible y espectacular en muchos ámbitos (navegación, medicina, acceso a bienes culturales, etc.). En consecuencia, la extensión unilateral a nuestro mundo cotidiano de lo digital no sólo parece indolora, sino tiende a reconocerse como deseable (lo que, a su vez, obviamente tiene el efecto de acelerarla). Ya no se provoca una «desublimación represiva»[4], como decía Marcuse, sino ingresamos a una esclavización alborozada.
La llegada al mercado mundial a finales de 2022 de ChatGPT, el emblema de la inteligencia artificial generativa, es una demostración contundente de ello. Una vez superado el pánico inicial (¿Qué será de muchas profesiones? ¿Cómo y qué se debe enseñar? ¿Cómo relacionarse con esta nueva forma de producción de conocimiento? ¿Según qué criterios de verdad?), el ChatGPT fue acogido como una puerta abierta a la vida de aquellos que tenían tareas para él, justamente fascinados por su rendimiento fuera de lo común. Hoy, según la opinión general es un compañero muy apreciado. Apenas acabada de lanzarse al mercado, la inteligencia generativa abrió un inmenso campo de satisfacciones adicionales –como un nuevo continente– situado a un solo clic: la producción de textos originales, dotados de sentido y con la apariencia de haber superado un test de Turing.
Todo se hace –¡y con gran éxito!– para que, desde el punto de vista del usuario, los dispositivos digitales parezcan extraordinariamente prácticos, es decir, que por un lado cumplan eficazmente lo que el usuario les pide (es la dimensión objetiva de lo práctico) y, por otro, que lo hagan de la forma más económica posible en términos de energía cognitiva, psíquica o física (esta es su dimensión subjetiva). En pocas palabras, el sistema digital tiene la capacidad de dirigirse a sus usuarios como seres libidinales, tratando de ofrecerles las formas más convenientes de satisfacer sus deseos y anhelos, y no sólo sus deseos y anhelos de consumo. Sabe cómo satisfacer a sus usuarios individuales, sean quienes sean (desde el jugador básico hasta el investigador de alto nivel, sin olvidar al ingeniero o al deportista), ser lo más cómodo posible, hacerse útil y, en última instancia, parecerles indispensable. Para las instituciones u organizaciones públicas o privadas, el sistema digital también es capaz de ofrecer satisfacciones sistémicas libidinales, como la optimización de costes (ahorro operativo, economías de escala gracias a la desmaterialización, reducción de costos de infraestructura, etc.) o la mejora de la competitividad. En todas partes, el imperio de lo libidinal se ha hecho evidente[5].
El paradigma cibernético
Al hacerlo, la tecnología digital está consiguiendo implantar, con una fuerza colosal y en todos los niveles de uso, lo que siempre ha estado en el centro de su funcionamiento: el paradigma cibernético de la comunicación, el «crisol y la matriz» de lo digital y la inteligencia artificial, como nos recordaba recientemente Daniel Andler[6]. El concepto esencial aquí es información: para la cibernética, la información no es otra cosa que un dato que, procesado de una determinada manera, desencadena cierto efecto. La información no es portadora de sentido; es un dato físico en los intercambios con el mundo exterior. Fue esto lo que permitió a Norbert Wiener, padre fundador de la cibernética, unificar en un gesto metafísico sin precedentes, todos los comportamientos (de las máquinas, de los organismos vivos, de los seres humanos y de la sociedad) bajo este único esquema cibernético: recepción de inputs, procesamiento, desencadenamiento de un output, luego una retroalimentación de la acción en curso, que a su vez constituye un nuevo input para el sistema en cuestión.
Ahora bien, al dirigirse a nosotros como seres libidinales, el sistema digital se basa precisamente en el procesamiento libidinal de la información que nos envía, es decir, en una respuesta que siempre es orientada hacia lo más cómodo, lo más satisfactorio, lo más práctico. La única condición que hay que cumplir para entrar en este sistema generalizado de satisfacción es entregarse a la máquina. Tal es el automatismo del cual se alimenta todo el sistema, el automatismo de todos los automatismos, o archiautomatismo: el automatismo de la mente que consiste en dirigirse a la máquina para resolver sus problemas, responder sus preguntas, satisfacer sus deseos. Es este archiautomatismo el que alimenta cada día la colonización de nuestro mundo vivido por lo digital plus.
En consecuencia, la mediación obligatoria de lo digital coloca hoy a cada uno de sus usuarios en la posición de un operador cibernético, que recibe inputs constantemente, los pida o no, mientras produce outputs que a su vez se convierten instantáneamente en información para el sistema, en una circulación cibernética sin fin. Definido, según el paradigma cibernético, como un dispositivo de tratamiento de la información, el ser humano, transformado en usuario, él mismo se ha convertido en una información a procesar en el espacio digital. Así, al extraer continuamente los datos que frecuenta cada usuario (profiling) y al procesarlos adecuadamente, el dispositivo cibernético-digital queda dotado de los medios técnicos para atraernos a su sistema y dirigirse a nosotros no como seres capaces de pensar, juzgar y reflexionar, sino como seres inclinados a satisfacer sus deseos y anhelos de la forma más confortable y placentera posible. Al hacerlo, no suprime, pero sí elude aquellas facultades que Hannah Arendt consideraba las más elevadas del espíritu humano: pensar, juzgar, contemplar (todo lo cual ella distinguía del conocimiento). Pero al eludirlas, las debilita, adelgaza y erosiona, hasta que la mente se convierte en un órgano atrofiado.
A largo plazo, la amenaza es que la psiquis se reduzca a la operatividad cibernética. La digitalización del mundo envuelve la mente en un manto de datos. Inmersa en su tonel digital, la mente (¿qué otra cosa si no?) se mueve como en su nuevo entorno natural, acostumbrándose cada vez más a orientarse en un mundo controlado por el tratamiento de datos. La mente aprende ahora, con la misma facilidad con la que se aprende la lengua materna, a comportarse como un actor cibernético, que adopta automáticamente formas del mundo digital, reacciona a la información, sabe cómo transformar las entradas (inputs) en salidas (outputs), está entrenada para formular sus metas y objetivos (la formulación de consultas para la inteligencia artificial generativa es una especialización: prompt engineering ingeniería inmediata), es experta en optimizar su comportamiento y planificar sus estrategias. Un ejemplo de ello son los niños, cuyas mentes adquieren muy rápidamente los reflejos adecuados para navegar por el mundo a través de los datos. Así, es como la colonización del mundo vivido por lo digital conduce inevitablemente a la colonización de la mente, el órgano de nuestra relación con el mundo. Un mundo cibernético, una mente cibernética: esta es la fórmula para el devenir-cibernético de la mente.
Pero, en el fondo, ¿por qué habría de ser esto una amenaza? Si la mente es el órgano de nuestra relación con el mundo, ¿no deberíamos aplaudir esta multiplicación de las posibilidades de acceso al mundo, real o virtual, que nos ofrece a todos y cada uno de nosotros una tecnología genial? ¿Por qué el devenir cibernético de la mente no sería sencillamente, un aumento de los poderes de la mente, que podríamos acoger con satisfacción en vez de preocuparnos por ello?
La psiquis, potencia de contrafactualidad
Tiene que ver con la naturaleza de la vida psíquica. Como operadores cibernéticos, estamos cada vez más inmersos en un universo de datos. La mente está inmersa en un universo de datos, en el dato de los datos. Y, sin embargo, el rasgo principal de la psiquis humana, su característica más fundamental, que la distingue de cualquier otro fenómeno natural, no está vinculada a lo ya dado, sino a lo que no está dado; se guía menos por lo real que por lo ideal; menos por lo que está dado que por lo que aún no está dado. Esto es algo que la filosofía analítica contemporánea del psiquismo, pero también la cibernética y la investigación de la inteligencia artificial han olvidado en gran medida, lo que es comprensible, fascinados como están por las capacidades del procesamiento algorítmico de datos en dispositivos artificiales. Estos métodos cada vez más sofisticados de procesamiento de datos pueden producir resultados inéditos –como el rendimiento de la inteligencia artificial generativa–, sin embargo, no se corresponden en modo alguno con el principio operativo más elemental de la mente humana que, por el contrario, se caracteriza por su capacidad de ir más allá de lo dado –por lo que yo llamo su poder de contrafactualidad.
Sin embargo, es precisamente este poder de contrafactualidad de la mente –que puede definirse exactamente como su capacidad de relacionarse con una realidad independientemente de su existencia real– un poder que tiende a verse amenazado por el baño permanente de datos en el que nos sumerge la digitalización del mundo vivido. Platón llamó amor a esta capacidad de trascender hacia lo que no está presente; Kant asignó a la razón, como distinta del entendimiento, la facultad de orientarse según ideales; la escuela fenomenológica utiliza el término intencionalidad para designar esta capacidad de apuntar a algo más allá de lo percibido, una capacidad que es inherente a la percepción misma. Y muchos otros han captado este poder trascendente de la psiquis en su propia aptitud conceptual. La cibernética ha volcado todo eso al reducir el espíritu, la inteligencia y todo lo que sigue a un mero procesamiento de datos. Pero el procesamiento de datos es sólo el anverso de una operación que, inseparablemente también tiene su reverso: cómo, con vistas a qué, por qué proceso los datos del modo en que lo hago, esto precisamente no está dado, sino más bien resulta de una producción contrafáctica de la psiquis.
El mundo digital actual ata la mente cada vez más estrechamente a un mundo de datos, reduciéndola gradualmente al papel de un mero operador cibernético. Su modo de funcionamiento privilegiado no es la búsqueda espontánea, el cuestionamiento despreocupado, la investigación curiosa, el valor de equivocarse, y menos aún la ensoñación o el vagabundeo; es el intercambio inmediato de entradas y salidas. Inscritos en un gigantesco sistema de información, se convierten en gestores de información y, en efecto, se someten a este funcionalismo ambiental donde cada expectativa desencadena su respuesta adecuada, donde en cuanto se despierta un deseo recibe una satisfacción que lo extingue, donde el más leve de los deseos es automáticamente atendido por un sistema que lo ejecuta.
Declarar a la psiquis patrimonio común de la humanidad
La lección fundamental que hay que aprender de esta evolución es la siguiente: si es la mente la que está amenazada, es ella lo que hay que proteger. Es la que ahora se ve asediada por el poder colonizador de los Big Data. Y está amenazada en su facultad reina, que es ser capaz de darse a sí misma lo que sólo existe en el pensamiento, de ir más allá de lo dado, de no considerar nunca lo fáctico más que como un trampolín hacia lo contrafáctico y de hacer de ello la guía de toda acción en el mundo. La mente en su capacidad de transcendencia es la que se encuentra debilitada por la omnipresencia imperiosa de lo digital, como un paciente postrado en cama que ve cómo su fuerza muscular se derrite día tras día a pesar suyo.
Pero tal como están las cosas, no estamos equipados para la tarea de defender el espíritu, ni moral ni políticamente. En nuestro mundo jurídico, protegemos al individuo, no al espíritu. Las leyes democráticas son ciertamente capaces de proteger contra las violaciones de los derechos individuales y contra todos los delitos definidos por el ordenamiento jurídico. Pero la mente humana, al no ser ni una persona ni un bien jurídico, no puede ser objeto de un delito calificado jurídicamente. No hay «delito contra la mente», porque la mente no está protegida –dando rienda suelta a la batalla que libran actualmente incluso los gigantes digitales. En cuanto a la Unión Europea, siempre inclinada a un paternalismo benévolo hacia los tecno-titanes, todo lo que hace es proteger a los individuos en su calidad de usuarios digitales+, sin cuestionar nunca la tecnología digital en sí misma. Al contrario, la fomenta de forma generalizada[7].
Por eso propongo que declaremos que la mente es un patrimonio común de la humanidad, como hemos hecho con los fondos marinos, con una Autoridad específica[8]. Esta sería la manifestación jurídica de mayor alcance imaginable en de una toma de conciencia tanto del inestimable valor de la mente humana como de su vulnerabilidad inherente. Preservar en su libertad original para trascender la realidad simplemente dada y no estar sujeto al funcionalismo cibernético es ahora una tarea que debemos asumir si queremos preservar las condiciones para una realización auténticamente humana.
Tal «declaración» ofrece algo más que una simple solución a los problemas planteados por la colonización de la mente humana: proporcionaría el marco normativo, actualmente inexistente, dentro del cual podrían tener lugar todas las soluciones concebibles –a imagen de los derechos humanos, que en tanto tales no redujeron las ofensas contra la dignidad humana, sino formularon los principios en nombre de los cuales había que reducirlas. Declarar la mente patrimonio común de la humanidad y adjudicarle una Autoridad específica permitiría aprehender y regular las innovaciones tecnológicas digitales+, ya no desde el único ángulo del mercado y de los derechos de los usuarios –que, repitámoslo, deberían respetarse perfectamente en un mundo totalmente cibernetizado–, sino desde el ángulo de las condiciones de desarrollo psíquico. Hoy en día, la industria farmacéutica está estrictamente regulada porque todo el mundo sabe que una molécula descontrolada puede ser perjudicial para la salud del organismo. Pero a nadie le importa el espíritu: el mercado es el rey, como demuestra el ejemplo de ChatGPT, introducido sin ningún control ni precaución previos, aunque todo el mundo sabía que iba a revolucionar la vida social en muchos aspectos.
En términos más generales, la imposición unilateral de un modo cibernético de relacionarse con el mundo es una importante limitación que pesa universalmente sobre el desarrollo psíquico, una limitación que es tanto más insidiosa cuanto más práctica parece ser. En este sentido, digital+ es fundamentalmente una tecnología de la mente: moldea la mente estimulando constantemente el procesamiento libidinal de la información. Acaba convirtiendo la mente en el circuito cerrado de la cibernética, de la que la adicción a la pantalla es sólo la forma extrema, pero tal vez un presagio de la futura sociedad del streaming, donde todo estará disponible para todos con sólo unos clics. Los problemas de salud mental, que se están convirtiendo en un problema de salud pública mundial[9], son el síntoma clínico evidente e irrefutable de la vasta colonización que se está llevando a cabo en el campo de batalla de la mente. Por lo tanto, son los derechos de la mente los que hay que defender, donde los derechos individuales tal y como los conocemos ahora están demostrando no sólo ser impotentes para detener la marcha triunfal de las superpotencias colonizadoras, sino que de hecho están fomentando su triunfo. La incapacitada política del individuo debe ser sustituida ahora por una política que proteja la vida psíquica. Pero, ¿cómo, con qué instituciones y según qué criterios?, estas son las preguntas urgentes que hay que resolver si no queremos perder la batalla de nuestro espíritu, nuestro patrimonio común.
[1] La expresión francesa habitual Gafam (Google-Amazon-Facebook-Apple-Microsoft), además de ser anticuada (Facebook se llama ahora Meta), ignora a los gigantes estadounidenses (como OpenAI, Netflix, Nvidia) y no estadounidenses (Alibaba, Baidu o Tencent para China, Spotify para Suecia, Atlassian para Australia), todos los cuales desempeñan papeles importantes en la colonización de lo mental. Ivan Meseguer, del Institut Mines-Télécom, me sugirió la feliz expresión «tech-titans».
[2] Nota de traducción: La hibris o hubris (en griego antiguo: ὕβρις, en latín: hȳbris) es un concepto que puede traducirse como «arrogancia, altanería, insolencia, soberbia, ultraje, desenfreno o desmesura». Tomado de Wikipedia.
[3] Nota de traducción: En filosofía y neurociencia, qualia (singular: quale) se refiere a la calidad subjetiva de las experiencias sensoriales y mentales, como la sensación de rojo o la experiencia del dolor. Son las propiedades cualitativas de la experiencia que hacen que algo sea lo que es para uno, y que no pueden ser definidas objetivamente. Cf. Wikipedia.
[4] Herbert Marcuse, Eros y civilización. Contribution à Freud [1955], trans. Jean-Guy Nény y Boris Fraenkel, París, Éditions de Minuit, serie « Arguments », 1963.
[5] Cf. Mark Hunyadi, « Du sujet de droit au sujet libidinal. L’emprise du numérique sur nos sociétés », Esprit, mars, 2019.
[6] Daniel Andler, Intelligence artificielle, intelligence humaine : la double énigme, Paris, Gallimard, coll. «NRF essais», 2023.
[7] Como demuestra, por ejemplo, la introducción prevista del futuro «monedero europeo de identidad digital» (PEIN), que entrará en vigor en 2027.
[8] Cf. M. Hunyadi, Déclaration universelle des droits de l’esprit humain. Une proposition, Paris, Presses universitaires de France, 2024.
[9] Ver en Francia, « Smartphones, écrans : tous accros ! » [Dossier en ligne], Observatoire Santé PRO BTP, janvier 2024.
Mark Hunyadi es un filósofo suizo con ascendencia húngara, catedrático de Filosofía Social, Moral y Política en la Universidad de Lovaina (Bélgica), profesor visitante en la EHESS y asociado al Instituto Mines Telecom de París en temas digitales, además de miembro del comité de ética de Orange France.
Destructividad de la articulación entre lo individual y lo colectivo
Nicole Minazio
Hoy los seres humanos han llevado tan adelante su dominio sobre las fuerzas
de la naturaleza que con su auxilio les resultará fácil exterminarse unos a otros, hasta
el último hombre. Ellos lo saben; de ahí buena parte de la inquietud contemporánea,
de su infelicidad, de su talante angustiado. Y ahora cabe esperar que el otro de los dos
«poderes celestiales», el Eros eterno, haga un esfuerzo para afianzarse en la lucha contra
su enemigo igualmente inmortal. ¿Pero quién puede prever el desenlace?
Freud («El malestar en la cultura» 1930, p. 140).
Los crímenes contra la humanidad han marcado el siglo XX como si, siguiendo a Freud en sus trabajos antropológicos, el asesinato acechara en las profundidades de la vida psíquica de los seres humanos y se reactivara a posteriori en el curso de las circunstancias históricas: guerra, genocidios, desastres culturales cuyos efectos se transmiten de generación en generación.
Los movimientos sociopolíticos que siguen produciéndose nos dejan desconcertados. Nos asusta la violencia que sigue campando a sus anchas en nuestro llamado mundo civilizado. Ataques a las estructuras democráticas, intentos de exclusión de seres humanos por otros seres humanos, la desimbolización de un lenguaje que pierde su doble sentido, el uso de «palabras cosas» que bajo la apariencia de comunicación se convierten en instrumentos para expresar odio y destructividad.
Es como si las huellas dejadas por los crímenes contra la humanidad que marcaron el siglo XX hace 80 años se fueran borrando poco a poco. Estas huellas producen sus efectos al declinar las múltiples figuras del mal tanto en las psiques individuales como en los espacios compartidos por los seres humanos.
Queremos saber, aprender, comprender, recordar. Con el tiempo, nuestra memoria se ha asfixiado, transformado, disfrazado y falsificado, pues el olvido, la represión y la negación siguen haciendo su trabajo. Tanto individual como colectivamente.
Si los traumas colectivos afectan a las psiques individuales, la propia noción de destructividad intrapsíquica va más allá de la clínica individual y requiere la reflexión de psicoanalistas atrapados en la turbulencia del mundo.
Kertész decía con razón que «sencillamente, no podemos, no nos atrevemos, ni queremos enfrentarnos al hecho brutal de que el trasfondo existencial que el hombre ha tocado durante nuestro siglo no es sólo la insólita -incomprensible- historia particular de una o dos generaciones, sino que constituye una norma derivada de la experiencia que contiene las potencialidades generales de la humanidad y, por tanto, en este caso, las nuestras» (Kertész «El Holocausto como cultura»).
Kertész recibió el Premio Nobel de Literatura. Fue un judío húngaro deportado a Auschwitz. Produjo una rica obra que puede resonar con nuestras reflexiones sobre la sumisión de una multitud a un régimen totalitario. La organización política de las masas desempeña un papel decisivo en el progreso de las ideologías totalitarias. La masa es el material de la tiranía practicada por líderes todopoderosos cuyo poder consiste en manipularla haciéndola dócil y al mismo tiempo lo suficientemente entusiasta como para guiarla a su antojo. Para Goebels, la misión de la política nazi era formar en las masas una imagen sólida y completa del pueblo. Al mismo tiempo, las masas formaban al Führer; lo convertían en un ídolo, como hipnotizadas por la sencillez de sus ideas, la violencia de su lenguaje y la repetición de sus eslóganes, la convicción del odio hacia los enemigos exteriores.
Sobrevivir a un genocidio que mata a millones de seres humanos en sus orígenes identitarios y deshace los garantes metapsíquicos de la civilización no puede sino suscitar interrogantes que afectan a los campos de la teoría y la práctica analítica. Extender sus límites a la articulación de lo colectivo y lo individual. Tenemos que recorrer un itinerario plagado de obstáculos, incertidumbres y preguntas sobre lo que el psicoanálisis puede y no puede hacer. Sobrevivir a la barbarie es un acto que toca la muerte, la destrucción, pero también el amor. Resistir a la muerte, seguir vivo. Sobrevivir a la realidad del acontecimiento, pero también sobrevivir a sí mismo, porque cuando la destructividad se produce a escala masiva en el ámbito de la cultura, la derrota psicológica y la derrota de la cultura, atrapadas en un apretado nudo, dejan al ser humano afectado en los fundamentos mismos de su vida psicológica.
En el caso del trauma colectivo, Kaës señala que el impacto singular del trauma se ve agravado por la carga de efracción específica del trauma colectivo: también es una fractura en un espacio psíquico común y compartido.
Si, como Freud, creemos que el hombre es un ser social, el trauma y sus causas ya no son únicamente intrapsíquicas, sino que se definen también por las complejas relaciones que el sujeto mantiene con la historia, la realidad y la transmisión de las tradiciones e ideales de la cultura a la que pertenece.
Freud nunca experimentó el asesinato en masa y su exceso destructivo, ya que murió en 1939. No podemos evitar pensar cómo habría proseguido sus reflexiones, sabiendo que intuía en sus últimos textos que podrían producirse catástrofes a gran escala: los peligros anunciados por el totalitarismo bolchevique y el ascenso del nazismo. En 1940, poco antes de quitarse la vida para huir de los nazis, Walter Benjamin escribió que «no hay documento de cultura que no sea también un documento de barbarie».
Hoy en día, la compulsión de repetición continúa su trabajo. ¿Cómo combatir el olvido, el borrado de las huellas, la represión y la negación que afectan al proceso cultural y también al psicoanálisis? ¿Hemos sacado todas las conclusiones del pensamiento freudiano? Sin duda hay que volver a poner a trabajar esta herencia, sin eludir su complejidad.
Como analistas, construimos un lugar y un marco para dar cabida a los estados psíquicos fuera de lugar y fuera de tiempo que afectan profundamente a la subjetividad de los seres humanos, a su memoria y a su acceso a la rememoración. La turbulencia del entorno deja inconscientemente su huella en la realidad psíquica individual de los seres humanos, dejándolos vulnerables y capturados por su propia violencia pulsional.
El periodo inicial de shock traumático se desplaza retroactivamente, durante las sesiones analíticas para que pueda tener lugar gradualmente el proceso de transformación de las lagunas dejas en el trabajo de duelo y memoria. Los descendientes de los deportados durante la Shoah son, en cierto modo, los portadores de la memoria de sus antepasados. En la institución donde trabajé como psicoterapeuta, pude hablar con ciertos supervivientes que evitaban hablar de sus experiencias personales, pero que eran extremadamente sensibles a ejercer un deber de memoria, de devolver la voz a los muertos. Para algunos, este deber, ligado a su superyó exigente y a su sentimiento de culpa, se convirtió en un mandato difícil de soportar porque generaba un sufrimiento que corría el riesgo de devenir intolerable. Sin embargo, al compartirlo con otros sobrevivientes, este riesgo se hizo soportable. El trabajo de memoria se comparte entonces culturalmente con los demás.
Kertész se pregunta hasta qué punto nuestra imaginación puede domesticar el acontecimiento del Holocausto para que podamos integrarlo en nuestra vida psíquica. Nos resistimos a tomar la medida del núcleo negativo del hombre, a tomar la medida del odio y del asesinato que se reproducen en la sociedad. Tomar la medida de la pulsión de destrucción frente a las pulsiones de vida.
«La ideología ha privado al hombre de su universo, de su soledad, de la dimensión trágica del destino humano. Lo ha sumido en una existencia determinada en la que su destino está dictado por sus orígenes, su pertenencia a una raza o a una clase social. Al mismo tiempo que se le ha privado de su destino humano, se le ha privado de la realidad humana, por así decirlo, de la sensación de la vida». (Kertész).
Se trata de sobrevivir y resistir al totalitarismo y a su programa de destrucción de los puntos de referencia simbólicos, del pensamiento individual y de la singularidad de cada ser humano.
A lo largo de su obra, Kertész describió hasta qué punto los derechos humanos fueron suprimidos por la ideología nazi, que sólo tenía un objetivo: establecer la autoridad mediante el terror, falsificando los valores culturales, pervirtiendo la historia, la realidad y el lenguaje que los simboliza. Este lenguaje destruye la cultura en el propio terreno de la cultura, y recuerda la hostilidad humana que, según Freud, se dirige contra la cultura misma. Sin duda nos da que pensar sobre las consecuencias de cualquier deriva totalitaria que exija un vínculo fundamental y necesario entre un líder y la masa, que son uno. Dos formas de ataque a la vida de la mente se manifiestan: la que se vuelve contra sí misma y la de una dominación que impone sumisión y tiene fuerza de ley. Green opta por la noción de un negativo unificado que adopta diversas formas, porque la psique ya no puede concebirse como una compartimentación que opone lo individual y lo colectivo. Nathalie Zaltzman amplía la noción de pulsión de muerte e introduce la cuestión del mal que se sitúa en los procesos primarios, de su funcionamiento y de su modo de autosatisfacción; el campo de batalla entre las pulsiones no basta para explicar la destructividad humana. Para que la pulsión se convierta en maldad, debe intervenir el juicio moral del yo, que transforma el placer de la descarga pulsional, la pérdida de sentido, en goce, la creación del caos con o sin la angustia de hacer daño. (Nathalie Zaltzman – L’Esprit du mal – Penser Rêver 2007 p. 90).
Por otra parte, cuando consideramos la frialdad de la industrialización de la muerte puesta en marcha por el régimen nazi, aparece una figura del mal ligada a lo que Green llama desobjetalización. Ésta no está al servicio de un goce sádico, sino que tiene lugar en una indiferencia extrema que ya no está al servicio de pulsiones libidinales. Una forma de mal en la que el otro pierde su condición de semejante y puede entonces ser objeto de destrucción sin culpa ni placer. Se manifiesta en un narcisismo negativo que tiende a la inexistencia, al vacío, a la indiferencia. Es la destrucción por desinvestidura de lo que la investidura había podido construir, y el propio yo, puede ser desinvestido.
La indiferencia revela la extrema violencia que reina entre los seres humanos.
¿Por qué la civilización no puede superar esta violencia?
No cabe duda de que debemos replantearnos nuestros puntos de referencia teóricos para intentar comprender el asesinato en masa en un contexto histórico desconocido para Freud, lo que Nathalie Zaltzman denomina la poshistoria. Es sin duda en el lado de las denegaciones y las divisiones donde se debe intentar comprender las consecuencias individuales y colectivas de la organización de un acontecimiento que desbordó todos los límites y prohibiciones construidos por la civilización.
Cuando Kertész habla de Auschwitz, está diciendo que no es la historia la que es incomprensible, somos nosotros los que no nos comprendemos a nosotros mismos. El psicoanálisis es un trabajo cultural en el sentido de que pone en cuestión certezas e ilusiones, y no está en sintonía con la civilización. En efecto, cultura y civilización no son sinónimos, como pensaba Freud. La cultura en el sentido psicoanalítico se refiere a un proceso de elaboración intrapsíquica y transindividual de la experiencia de vida que modifica el desarrollo individual y la evolución del conjunto humano. La civilización, en cambio, es conservadora en el sentido de que, a través de las normas y los derechos que promulga, vela por la cohesión del grupo y la protección de cada uno. Por tanto, favorece los vínculos libidinales que unen a los hombres en defensa de sus ideales, con o sin la necesaria preocupación por su bienestar.
La función del Eros es unir a los seres humanos, pero puede llegar a ser mortificante por la excesiva vinculación y la obligación de amar, y puede fomentar estados de indiferenciación entre los individuos con el fin de mantener la cohesión del grupo y sus valores, aunque sean falsos o deletéreos.
Estoy pensando en la noción bioniana de mentalidad de grupo, que se caracteriza por la expresión de una opinión común que no admite disidencias e intenta borrar la realidad psíquica individual.
La adhesión inconsciente de los miembros del grupo a esta mentalidad les garantiza la pertenencia al grupo y el mantenimiento de la seguridad a costa de la libertad de pensamiento. Así,
puede alimentar la adhesión a las ideologías totalitarias sostenidas por los dirigentes, cuyo poder niega la existencia de las diferencias y la singularidad del sujeto. Hannah Arendt subraya la naturaleza, o más bien el método, de la violencia destructiva en juego en regímenes totalitarios. «Tiene que ver con el ejercicio del lenguaje, con la constante práctica de sobre-significación que da fuerza al desprecio de la realidad, a su aniquilación. Es esta posición del lenguaje, la que destruye la cultura en el terreno mismo de la cultura, y que abroga la posibilidad misma de la escena interior, ya esté hecha de violencia o de consentimiento».
Para Freud, el líder de la masa sigue siendo el temido padre original: «la masa sigue queriendo ser dominada por un poder ilimitado, está en el más alto nivel maníaco de autoridad, tiene, para usar la expresión de Le Bon, sed de sumisión. El padre original es el ideal de la masa, que en lugar del ideal del yo domina al yo».
Todas las organizaciones totalitarias generan una regresión a las visiones animistas y míticas del mundo a través de una intensa sexualización del grupo y de sus ideales.
¿Cómo liberarse del peligro de la masificación del pensamiento y, en una situación menos extrema, de un conformismo que ratifica la sumisión a los dictados políticos y sociales? Paradójicamente, la pulsión de muerte puede ser anarquista en el sentido de que realiza su función de desvinculación luchando contra la fuerza unificadora entre quienes sufren el entorno totalitario, lo que exige la renuncia a cualquier desviación, a cualquier disidencia en la causa común. Para ser eficaz, esta causa colectiva debe permitir que el grupo sea compensado en el futuro en cambio de lo cual reduce los narcisismos colectivos. Paradójicamente, la pulsión de muerte, por su capacidad de lograr desasimiento, es libertaria en situaciones extremas.
¿Qué puede hacer el psicoanálisis cuando la derrota psíquica y la derrota cultural se dan la mano?
No continué mi trabajo con los supervivientes de la primera generación. Aquellos con los que tuve la oportunidad de hablar organizaron sus vidas o su supervivencia a costa de escisiones «funcionales» que les protegían del riesgo de colapso y agonía psíquica.
Los suicidios de quienes sobrevivieron y escribieron muestran cómo la desinvestidura del yo y del objeto podía acabar superando a la investidura de las pulsiones de vida.
Por otra parte, he seguido regularmente, y sigo haciendo, psicoterapia y análisis con descendientes de sobrevivientes o familiares que murieron en la deportación.
Cuando la transmisión implica a comunidades de negación, los descendientes heredan lo que sus padres no fueron capaces de instaurar psicológicamente. Les resulta imposible reparar las carencias psicológicas de sus ascendientes. A partir de ahí, su dificultad reside en un trabajo progresivo, para superar las identificaciones alienantes que les han hecho repetir el trauma. Las huellas, a menudo sensoriales, que pueden dar lugar a las reminiscencias abren la vía a la rememoración. Se remodelan en función de los movimientos pulsionales, de sus prohibiciones y de las defensas puestas en marcha. Si el olvido da forma a la memoria para adaptarla a la realidad, también suprime el pasado, como si el borrado de las huellas fuera a permitir a la Sociedad abogar por el amor desarticulando el odio. Sin embargo, el campo de batalla entre eros y thanatos se inscribe en los fundamentos de la realidad psíquica del ser humano. Freud tenía una relativa confianza en que la razón podía liberar al hombre del animismo y las creencias. Muy perplejo ante la idea de progreso, se esforzaba no obstante por defender el progreso de la mente, tarea asignada al yo a medida que éste ganaba conciencia sobre la pulsión destructiva. Esto no le impidió decir lo que desgraciadamente sigue siendo cierto para nosotros hoy: «vivimos en una época particularmente curiosa. Nos sorprende descubrir que el progreso ha pactado con la barbarie».